La Casa Albisúa de Salmerón en el viaja alcarreño de Castellanos de Losada

La Casa Albisúa de Salmerón en el viaja alcarreño de Castellanos de Losada

Por la historia que voy a contar hoy tengo especial cariño. Y es que es la primera cosa que escribí públicamente sobre Salmerón, allá por el año 2000, cuando comencé a tener un internet aún rudimentario en casa. Y es que, además, es una historia que fui rastreando poco a poco, primero a través de datos de tradición oral que luego fueron confirmados por el hallazgo de un librito en una tienda de anticuario y ampliados en horas de búsqueda en la Biblioteca Nacional. Es la historia de una casona de Salmerón muy cercana a mi hogar y a cuya sombra prácticamente he pasado mi infancia. Es la historia de la que fue la Casa Albisúa y espero que la disfrutéis. Vamos con ella.

En la zona meridional de Salmerón, erguida sobre un promontorio que cae sobre la carretera de entrada al pueblo, se alza una recia casona de noble planta. Si nos acercamos al portón pintado de verde, podemos leer en su parte superior la siguiente inscripción: 1850 .J. de A. Las iniciales corresponden al constructor y primer dueño de la casa, el vizcaíno Juan de Albisúa, casado con la salmeronense Fernanda Jabalera y Hualde y la cifra es la fecha de su construcción. Precisamente, ese mismo año de 1850 se hospedó en la casa Albisúa Basilio Sebastián Castellanos de Losada, amigo de los dueños. Era Castellanos de Losada anticuario de la Biblioteca Nacional, de la casa de Osuna y del Infantado, llegó más tarde a ser director del Museo Arqueológico Nacional y a esta disciplina naciente, la Arqueología, dedicó las clases que impartía en el Ateneo madrileño. En este año, el erudito señor pasó una temporada en el balneario de Trillo, donde, según él mismo nos cuenta, pudo recuperar la salud perdida y, a su regreso, pasó por diversas localidades alcarreñas como Durón, Córcoles, Sacedón, La Isabela o la nuestra, Salmerón.

La estancia en nuesro pueblo y la belleza de la recién terminada casa de su amigo Albisúa debieron de impresionar al arqueólogo, que dedicó encendidos elogios al lugar y a la mansión en su libro Trillo. Manual del Bañista (1851) y en su opúsculo Recuerdos de Salmerón (1850), un poema romanzado escrito durante su permanencia en la villa. Ambas obras resultan interesantes, entre otras muchas cosas, por la descripción que el autor hace de la orografía, monumentos y costumbres de Salmerón en la primera mitad del siglo XIX.

Respecto a la descripción orográfica del término, cuya toponimia menor demuestra el erudito escritor conocer perfectamente, se alaba, en general, lo quebrado del terreno y la abundante vegetación, deteniéndose con especial deleite en la descripción de la vega:

«Salmerón es una villa del partido de Sacedón perteneciente a la provincia de Guadalajara, pero del obispado de Cuenca, situado en la falda del monte de Santo Matías y con valle o vega amenísima y poblada de frutales y de huertos regados por los riachuelos Valmedina y Valcastillo que se juntan en el valle»

Por lo demás, el arqueólogo describe el aspecto humilde del caserío del pueblo, salvedad hecha de un par de viviendas, da cuenta de su pertenencia al ducado del Infantado y recuerda la fortaleza del Infante don Juan Manuel en el lugar donde está situado el camposanto. Asimismo, menciona que el medio de vida de la población es la agricultura, excepción hecha del que fue, tal vez, el más importante industrial del pueblo de la primera mitad del siglo XIX, Francisco Ramón, que contó con hasta tres fraguas en el pueblo y respecto al cual yo escuché (sin que haya podido comprobarlo documentalmente) que llegó a forjar parte de las verjas del madrileño Jardín de El Retiro, y la herramienta para la construcción del Canal de Isabel II :

“Fuera de la iglesia parroquial, dedicada á Nuestra Señora de la Asunción, que es espaciosa, de buena fábrica y con altares muy regulares, y en la que tiene una lindísima capilla reedificada y adornada con lujo nuestro apreciable amigo, Juan de Albisua, dedicada al Santo Cristo del Sepulcro , y de las casas de D. Francisco Nobar, catedrático de leyes de la universidad de Madrid, y de las de D. José González Sanz, el caserío es de pobre aspecto en lo general en lo exterior, pero bastante cómodo en lo interior. Este pueblo , pertenece al ducado del Infantado hoy de Osuna, cuyo señor poseyó un fuerte castillo en la población sobre cuyas ruinas se halla el cementerio en la cima de un cerrillo (…). La agricultura es la principal ocupación de este pueblo en el que tiene un magnífico taller de herrería D. Francisco Ramón del que salen muchas y buenas obras hasta para Madrid.

Pero lo que va a describir y alabar en grado sumo es la casa recién construida de su amigo Juan de Albisúa, cuyos planos habían sido hechos por un primo del escritor:

“Al Mediodía de la población campea la lindísima casa que acaba de construir para pasar en ella los veranos, nuestro expresado amigó D. Juan Aíbisúa agente de la bolsa de Madrid, la cual se ha edificado por los planos y bajo, la dirección de nuestro ilustrado y querido primo el arquitecto D. Francisco Castellanos, que la ha dado una forma elegante y provisto de una espaciosa azotea desde la que se disfrutan unas preciosas vistas , y en la que se hallan cuantas comodidades locales pueden apetecerse. “

La casa, efectivamente, se hizo a las afueras del pueblo, en el lugar elevado conocido como La Cruz (los terrenos en el siglo XVIII eran propiedad del Cabildo o Cofradía de la Santa Vera Cruz y no es descartable que existiera en su momento una cruz señalando el lugar que hasta hace unas cuatro décadas se hallaba adornado con la presencia de un hermoso olmo). El emplazamiento despejado y junto al campo, así como la construcción abierta por enormes ventanas a todos lados de su fachada y la azotea (luego cubierta) no eran un mero capricho: una de las jóvenes hijas de Albisúa padecía de tisis o tuberculosis, gravísima enfermedad que en ese momento sólo podían intentar curar con reposo y aire puro. Don Juan de Albisúa recurrió a la tierra de su esposa como remedio para los males de su hija, invirtiendo en ello su patrimonio, no sólo en la construcción de su casa, sino que se hizo con una capilla que existía medio arruinada en el templo y que había pertenecido a la familia materna de su mujer y la rehízo con todo lujo, esperando, tal vez, el milagro de la salvación de su hija. Así lo cuenta cuando describe la iglesia parroquial:

«dedicada a Nuestra Señora de la Asunción, que es espaciosa, de buena fábrica y con altares muy regulares, y en la que tiene una lindísima capilla reedificada y adornada con lujo nuestro apreciable amigo Juan de Albisúa, dedicada al Santo Cristo del Sepulcro (…)».

Esta capilla, propiedad y lugar de enterramiento de una familia local, los Hualde, desde el siglo XVII, había caído en el abandono tras la ruina de sus titulares en la primera guerra carlista. Albisúa, emparentado con los Hualde por su matrimonio con doña Fernanda, hace suyos los derechos sobre la capilla y costea su reedificación. El poema de Castellanos de Losada nos traslada la situación:

“Cristo en el Santo Sepulcro/ se adora en una capilla/ del templo de Salmerón; /pues que una noble familia/ quiso ponerse al abrigo de efigie tan peregrina,/ para librarse de males,/ en la muerte y en la vida./ Mas como el tiempo concluye/ cuanto al hombre se avecina,/ con su destructora mano/ iba a convertirla en ruinas./La saña templó del tiempo/ con devoción y fe viva/ un caballero vizcaíno/ que en la misma villa finca./Y encomendándose a Dios, /origen de toda dicha,/ sin perdonar gasto alguno, /reedificó la capilla.”

Continúa el largo poema detallando la restauración, las pinturas al fresco que adornaban paredes y bóveda y la hermosura de los dorados del retablo. Pero, como el mismo Castellanos decía en su poesía “el tiempo concluye cuanto al hombre se avecina”, la pequeña capillita, situada bajo el coro, en el lado izquierdo del hermoso templo local, yació durante décadas en la oscuridad y el olvido hasta que a comienzos del siglo XXI se rehízo completamente, aunque modificando su estructura barroca por una que imita el gótico originario de la iglesia.

Castellanos de Losada hace un encendido elogio de la nueva casa de su amigo también en su obra en verso, deseando a su familia toda clase de dichas:

“Para hermosear el valle/ y dar á Salrnerón galas,/ el caballero Albisua/ fabrica una linda casa, /Que ha de ser de sus amigos/ palacio mas que posada,/ y en ella ha de sentar bien/ aquel parva propria magna./ Recuerdo es este que alegra /pues que, en futuro, la fama/ publica que este tugurio ha de honrar toda la Alcarria; / porque vendrá á ser de Venus, / de Cupido y de las gracias/ mansion, en que los amores germinen en flores varias”.

Lamentablemente, los buenos augurios del erudito para con su amigo Albisúa no se cumplieron: Todos los esfuerzos por curar a la joven Albisúa de la tisis que la consumía fueron inútiles, la muchacha murió y su familia se desprendió de casa, capilla y hacienda y desapareció de Salmerón.

La casa ha cambiado de dueño varias veces. Albisúa, en el XIX, al parecer la vendió a dos hermanas que debieron de estar poco tiempo en la localidad y que enseguida la vendieron a don Vicente Herrero (suegro después del abogado don Rafael Piquenque por el matrimonio de éste con su hija doña Magdalena), que invirtió en tierras en Salmerón y que fue quien posiblemente construyó, aneja a la noble vivienda, la llamada “casa de los obreros”, donde trabajaban sus aparceros y donde (permítaseme el apunte personal) muchas veces durmió mi abuelo Ignacio cuidando de las caballerías “del amo”.

Hace más de dos décadas, la única hija de don Rafael, Pilar Piquenque, vendió la casa a la pintora Cristina Barrera, quien la restauró, derribó la mencionada casa de los obreros y edificó en su espacio su propio estudio. La Casa Albisúa ha funcionado durante más de una década como casa rural con el nombre de Casa Gavira. Recientemente, ha vuelto a cambiar de dueño y es propiedad particular.

Y, ajena a tantos vaivenes, la casa sigue mirando a la vega, mientras los vecinos que pasan ante su portón ignoran sus pasadas glorias, perdido el recuerdo de sus antiguos dueños y, desde luego, muchos desconocen que tras sus muros descansó un arqueólogo madrileño que, enamorado de la localidad, dejó para la posteridad preciosos datos sobre Salmerón y sus gentes en dos libritos de hojas amarillas.

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Basilio Sebastián Castellanos de Losada, en la época en que visitó Salmerón

 
 

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